sábado, 4 de agosto de 2012

SUEÑO PASADO.



    Hubo un tiempo en que las mañanas seguían siendo días, aún cuando el cielo, llevaba capote gris, el Horizonte seguía dando promesas. Los tiempos de los olores, de los parques al atardecer, del polvo del descampado, de las hojas de los álamos, del sol tras la valla agujereada... Siempre recordando, en la nostalgia, como si el ahora dejase de lado su fugaz atractivo. Se sentía solo. Pero no era una soledad premeditada y repentina, sino que siempre había estado allí, desde que podía recordar algo, desde el principio. Algunas veces, debido a la complejidad de la mente humana, alguien podía estar rodeado de familiares, amigos, esposa e hijos, y aún así podía experimentar aquella sensación. Pero éste no era su caso, no era algo psíquico, sino físico, o lo que es lo mismo allí no había nadie y nunca lo hubo.
     El sol de la mañana se abría paso a través de los visillos de la ventana de la cocina. Una luz blanca, dentro de un espacio blanco, sillas de hierro y cartón-piedra, mesa, mampara y armaritos. Todo era blanco, blanco asesino, depresivo, nuclear, de laboratorio, sabor a farmacia.
     Sentado estaba, saboreando un agrio y oscuro café sólo, removiendo las suaves mareas del líquido, con la cucharilla, vuelta tras vuelta, círculo tras círculo, movimiento monótono de rutina vespertina. Un día como otros, con un lento y largo proceso de despertar mecánico riguroso y estricto, inamovible, con la mente y los pensamientos en desconexión, unidos todavía al SUEÑO PASADO. Su cuerpo, desplomado en la silla, torcido y encorvado, rebuscaba todavía la postura del camastro cómodo y mentiroso. Había derramado el ya mareado café, fruto de la descoordinación mañanera. El pequeño humillo, que le identificaba como víctima del calor del microondas, se había evaporado, anunciando al paladar y a la lengua que estaba listo para su consumición.




     Sorbito a sorbito, comenzó a beber. Nunca hubo vuelta atrás, la oportunidad de recuperar la extraña y gozosa sensibilidad de poder se había quedado estancada, pasto de las llamas de los logros de los demás, del éxito pecaminoso y lúcido. Concluido su largo y singular desayuno, desmembró de su interior un pizquito de ánimo, y se levantó con sus rodillas aún temblando de frío. Traspasó, lenta y pesadamente, el corto trecho de su minúscula cocina y atravesó el umbral hacia el pasillo. Poco tiempo después, ya estaba duchado, vestido y preparado para acometer la sórdida y lumbar tarea que la misma sociedad, con su ayuda necesaria, le había confiado.
     Bajó las escaleras hacia el portal, y hacia las nueve menos cuarto pisaba los primeros adoquines que le conducían hacia su espacio funcional. Nunca había visto brillar tanto el sol. 




    Al llegar al restaurante, todo parecía estar tal y como lo dejó el día anterior. Las sillas, las mesas, los banquetes de la barra, los estúpidos y simples cuadros pintados por el grasiento dueño... Cada esquina de aquel antro, oscuro y malicioso, estaba exactamente igual que siempre, quietos, indiferentes al continuo traspiés de las horas. Nada le gustaba. Miró dentro tras cerrar la puerta; aún quedaban unas horas para abrir la cocina, pero eso no significaba nada, el tenía que asomar su barbilla a las nueve en punto, ni mas ni menos. Atravesó le local hasta encontrar el endemoniado reloj que marcaba su pauta diaria; sonrió, no le iba a dar el placer a su superior de gastar gritos e improperios en su contra.
     Con la pequeña satisfacción de haber conseguido algo, se acercó al viejo de la barra y le dedicó un suave levantamiento de cabeza, y sin haber olvidado todavía el sabor de su primer café, se encontró delante de fogones, cazuelas, cuchillos, trapos, y un sinfin de salsas y especias. Listo para producir.




     Todo lo que ocurria después era solo un sinfín de movimientos, largamente entrenados. Acudía una orden de un pedido y al segundo activaba sus brazos. No pensaba en ello, simplemente lo hacía, era su proceso, ajeno a toda realidad, desprovisto de memoria y razonamiento.
     Era esto lo que le salvaba de la rutina, mientras que el tiempo pasaba él permanecía absorto en su tarea, sin dilimitar cualquier sentimiento de sesazón o cansancio. Podía permitirse el lujo de presumir que conseguía actuar en su trabajo como una máquina humana, sin fallos, sin retrasos. Pasadas las cinco, había terminado su turno.
     Después de anunciar su salida al explotador carroñero que le rellenaba su nómina mensual, experimentó la sensación que, a su hora, conseguía olvidar. Hambriento, abandonó el restaurante y se dirigió a su casa.
     Al coger el autobús, le llenaba en su interior la expectación de ver gente, de comprobar que aún formaba parte de una colectividad en movimiento.
     Después de ocupar el mismo sitio, en la parte trasera, acomodó su vista para escudriñar a los nuevos que entraban.
     Podía leer, en sus ojos, que buscaban un asiento libre, para no agravar más su cansancio.




     Ya nada tenía importancia. Bajó la cabeza, sumiso ante la imposibilidad de percibir cambio alguno. Antes podía al menos permitirse el lujo de pensar que aún tenía SUEÑOS, lindezas de la imaginación, pequeños momentos de lucidez, donde su cabeza podía explorar los infinitos abismos del futuro lejano e inmediato.
     Una lágrima descendía por su mejilla, se daba perfecta cuenta de que ya ni siquiera perduraba ese deseo de SOÑAR en algo mejor, había perdido las referencias que antaño le hacian tener aquella placentera sensación que le inundaba antes de dormir. Le había abandonado la capacidad de crear.
     No supo encontrar, otra vez, la razón de la vida. Durante años le quedaron grabadas en la memoria las enseñanzas de un antiguo filósofo mejicano, que citaba en uno de sus libros lo siguiente: EL DÍA A DÍA NO TE CONSUMIRÁ, MIENTRAS QUE SIGAS TENIENDO EL ESTRECHO HILO QUE TE HACE ABRAZAR LA MAÑANA. En verdad, no era la sensación de que su hilo se había partido en dos, lo que le remordía por dentro, sino el espanto de llegar a la conclusión de que él había venido al mundo sin hilo alguno. Con el estómago lleno, apagó la lamparilla de su mesa y se echó a dormir, confiando en que el cansancio y la comida le traicionasen.


                                                                   RAQUEL BARRASA VILLA.