sábado, 3 de diciembre de 2011

EL BLANCO ROSTRO DEL NIÑO.


    Hans tenía mucha prisa porque llegaba tarde a la escuela, miraba su reloj y esto hacía que acelerase su marcha. No le gustaba la sensación de ir siempre corriendo, es más le incomodaba bastante, pero los minutos pasaban y casi nunca llegaba a tiempo a clase. Iba corriendo por una calle cuando algo requirió su atención. Era la figura de un niño que jugaba con su propia imagen en un charco. Sin poder remediarlo se dirigió hacia aquella figura que resultó ser un niño de tez muy blanca, los ojos casi cristalinos, el pelo negro y revuelto, fino como un tallo, con aspecto débil y ensimismado con el agua del charco. El niño blanco no se dió cuenta de que Hans le estaba mirando y seguía en su ejercicio de meter y sacar las manos del agua. Hans miró de nuevo su reloj y se dió cuenta de que su hora se estaba cercando y si no se daba prisa no llegaría a tiempo. El niño blanco notó la presencia de Hans, se levantó y le invitó a que lo siguiera por un mundo que nunca antes había visto. Hans empezó a tener miedo, dudaba, siempre le habían dicho que no hiciera caso a extraños, pero ese niño tan blanco, parecía muy inofensivo. Algo le arrastraba a seguirle, a seguirle siempre, a seguirle sin reticencias, pero estaba mirando otra vez el reloj.


     De repente sintió como una frialdad enorme se instalaba en los huesos de su brazo. Era la mano del niño blanco, que lo guiaba por un camino desconocido, a pesar de que había vivido en esa ciudad toda su vida.
     Miró a su alrededor y se encontró a si mismo en un campo verde de una extensión tal que sus ojos no podían vislumbrar el final. El niño blanco ya no dirigía la marcha. Hans descubrió la belleza. Sentía miedo, pero no podía remediar seguir caminando. Sin darse cuenta, entraron en un bosque. Pronto vieron una casa que parecía estar abandonada, el impulso los introdujo dentro. Vieron en la oscuridad de la casa la figura de una mujer muy vieja, de 200 años por lo menos, no podían adivinar lo que estaba haciendo y se acercaron un poco más a ella. Estaba amamantando a un bebé, que sujetado por sus arrugadas manos chupaba de uno de los pechos agrietados de la vieja con los ojos cerrados. Hans estaba confuso, pero el niño blanco estaba prestando toda su atención al acontecimiento extrañado de que Hans apartara su mirada. La vieja se llamaba Democracia.


      Hans sintió ganas de vomitar. Salió fuera y el niño blanco le siguió. Continuaron su camino hasta que vieron la figura de un hombre alto, era el hijo de la vieja según les dijo. El hombre llevaba en sus manos una enorme hacha, por lo menos cuatro veces más grande que él. Con ella cortaba árbol tras árbol, árbol tras árbol, con todas sus fuerzas, con todo el ímpetu del mundo. Los dos niños lo seguían perplejos. Hans miró a sus espaldas y vio que todos los árboles que cortaba volvían a crecer y alcanzaban una altura igual a la que tenían antes de que el leñador pasara por encima de ellos. Sin embargo el hombre nunca miraba hacia atrás y no podía ver que los árboles seguían creciendo. El leñador se llamaba Esperanza.


      El leñador y los niños se separaron. Hans quería preguntarle al niño blanco qué significaba todo aquello. El niño blanco tenía todas sus respuestas. Siguieron por un camino iluminado por el sol. Hans vio una manzana en el suelo del camino, tenía hambre pero sentía miedo de cogerla. Era tan roja y brillante que los rayos del sol confundían su verdadero color. Finalmente Hans cogió la manzana, se la acercó a la boca y cuando ya la tenía abierta vio que una pequeña cabeza asomaba por uno de los agujeritos de la manzana. La cabeza se multiplicó por miles de cabecitas más que querían salir del interior de la manzana. ¡Eran gusanos! Sí, miles de gusanos verdes y transparentes que veían la luz del sol por primera vez, gusanos de todos los colores, a medida que ivan saliendo su tamaño aumentaba, se convertían en enormes gusanos que parecían amenazar la vida de los niños. Hans soltó la manzana que se arrugó como si hubiera estado al sol durante años. La manzana se llamaba Inocencia.


        Hans buscó con la mirada el blanco rostro del niño, le vio agachado mirando algo en el suelo. Estaba tan asustado que no podía controlar sus piernas, se agachó a su lado y vio un pajarillo en el suelo. Estaba herido y no podía volar, quizá, pensó Hans, no volaría nunca más. Su instinto le llevó a cogerlo amorosamente con sus temblorosas manos, así, pensó, deberían cogerlo siempre. El pajarillo tenía los ojos cerrados, parecía que no quería volver a abrirlos, que ya no le quedaban fuerzas. Aún así, lo intentó, pero el esfuerzo era tan grande que Hans prefirió que el pequeño pajarillo los cerrara. Hans vio en sus manos una mancha roja, eso no podía asustarle. La sangre provenía de una herida debajo del ala que manaba sangre sin parar. Se preguntaba si podría hacer algo más por el pájaro. Al fin y al cabo el pájaro estaba solo y no sabía si a alguien le importaría que el pájaro muriera así. El niño blanco se lo quitó de las manos y lo tiró al suelo con fuerza. Empezó a darle patadas y a tirarle piedras, Hans comenzó a gritar pero el niño blanco no oía sus gritos, entonces se tapó los ojos con las manos, no quería ver lo que el niño blanco le estaba haciendo al indefenso pajarillo, ni siquiera quería ver si ya había muerto. El niño blanco lo cogió del brazo y tiró de él. El pajarillo se llamaba Paz.


       Con tantas cosas Hans no se dio cuenta de que tenía que ir a la escuela, miró su relloj, en el ya no aparecía la hora, sino unas letras de enorme tamaño. En esas letras se podía ver la palabra Dictadura. Se quedó mirando al niño blanco, ya no sabía qué pensar, qué decir, cómo actuar, quería entender lo que le había pasado, sabía que el niño blanco tenía todas sus respuestas. Le dijo por fin :
- Dime, ¿cómo te llamas?, ¿quién eres tú?
       El niño blanco respondió :
- Me llamo Hans, soy tú mismo.


                                                                                RAQUEL BARRASA VILLA.

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